miércoles, 19 de julio de 2017

VILLA GESELL

DESDE  

Villa Gesell                                                                                                   16-XII-1980

Llegué, vi y oré. Agradecí a Dios este placer inaudito de tener todo el mar para mí. Una de mis diversiones favoritas  fue mirar el cielo, acostada y ver formarse las nubes, unas  muy cercanas, otras cruzando al bies el firmamento y una gruesa, sospechosa de lluvia.
Fue un día muy bello. Quizá el cansancio me torna lacónica; me bañé –aunque no pude ir muy hondo, porque la corriente arrastraba demasiado hacia adentro- pero me ayudó a despejarme un poco.
Viendo mi falta de sueño, postergamos el cumple de Sebi hasta el domingo.
Esta tarde iré a misa. Los chicos, mientras tanto, irán a gastar su dinero en los juegos. Yo suelo sentarme en los escalones de la vereda: las calles de Gesell son escalonadas; invitan a meditar.
Santi y Sebi no fueron a los juegos finalmente. Cuando llegamos de la playa se bañaron y, mientras me bañaba yo, se quedaron dormidos.
Siempre cuando llego al mar voy a verlo con mis hijos, luego del largo viaje, a fin de saludarlo todos juntos. Tocamos la primera espuma de una ola retrasada y nos hacemos la señal de la cruz. Sebi me preguntó la causa de ese gesto. Le respondí que era la forma de ponerme en sus manos, bajo su protección. Lo que suceda en las vacaciones lo dejo a su antojo, con este gesto ritual.
Los chicos están millonarios; el padre les dio dinero para sus diversiones. Mi madre les adelantó el dinero del regalo de Navidad para que puedan divertirse. Yo, por el momento, me dejo estar, me dejo llevar por las olas, el viento, la brisa y la armonía de estos días que comenzaron tan bien.

El mar no está acogedor. Hay mucho viento sur. Las olas rompen como quieren; la espuma te revuelca; es imposible nadar; la corrientes es feroz. Hace frío, aunque al estar el mar tan agitado, uno sale exhausta de luchar en contra de él y por los revolcones no se siente el frío.
Ya he tomado un dejo de color bronceado. Ayer estaba transparente; parecía nevada; hoy ya parezco un ser humano con un suave color tostado que insinúa el paso del sol por mi cuerpo. Mi brilla la mirada y tengo las mejillas rosadas. He perdido el color cadavérico de los meses que se sucedieron a los exámenes. Hoy sencillamente soy feliz.

Amaneció lloviendo. A las diez se despejó y fuimos vestidos a la playa. Me gusta la arena mojada por la lluvia; el aroma de la playa es más penetrante y la marea, en días lluviosos, suele dejar sorpresas en la orilla del mar; conchillas, piedritas de colores y hasta cangrejos. Ahora es un día precioso; se despejaron las nubes y el cielo está límpido y azul.
Comencé a leer algunos libros de estudio, pero lo hago sin apuro, con mucha parsimonia. Por primera vez mis movimientos son lentos, ex profeso; me muevo, me deslizo por la vida con lentitud.
Muchas tardes y noches les leo en voz alta a los chicos, que me escuchan ávidos de aventuras. Como es Literatura Argentina y trata sobre los indios y sus hazañas crueles en la pampa desierta, el tema les apasiona. Por supuesto elijo los mejores fragmentos, los de más acción, así entran en  nuestra historia y en nuestra literatura, sin darse cuenta. Sebastián lee las Parábolas de Cristo, por las tardes, mientras nos bañamos.

Fuimos a la playa, pese al terrible viento. Los chicos me regalaron una colchoneta inflable, con una almohada que es como estar recostada en una nube. Mientras ellos jugaban y se revolcaban en los médanos, yo me quedé dormida; fue magnífico. El viento me arrullaba como una canción de cuna. Sebi me despertó; puso su manito humedecida sobre mi espalda porque “hacía mucho que soñaba”, según sus propias palabras.
Apareció un lobo marino en la costa; medía –según me dicen, 1,50 metros y era gris claro. Al ver tanto chico, se metió en la rompiente y desapareció. Me lo perdí por quedarme dormida. Más tarde encontré tres Juan Salvador Gaviota; cada uno- individualista- ensayaba su vuelo peculiar en el espacio.
Es increíble ver el cielo azul, esa bóveda celeste, circular, que cruza de Esta a Oeste el firmamento y, a lo lejos, el horizonte, una línea inexistente que se pierde en otro horizonte aún más lejos. A veces, un barco a la distancia cruza el mar.
Los chicos tienen su propio dinero para los juegos pero para comer estamos apretados de dinero. Nos medimos al máximo y apenas nos alcanza. Traemos comida al hotel y parecemos los más pobres de todos los pobres. Los chicos comen alfajores de chocolate a la hora del té con jugo de naranja. Extraño mi café. Olvidé el termo y el jugo no me energiza.
Está fresco y, aunque llueve, la formante pasa en diez minutos. El viento viene del sur.

Si hay algo que me llena de admiración es ver el amor que se tienen Santiago y  Sebastián. Es íntegro, total, imposible de explicar.

Sebi ya se compró tres libros con su dinero sobre los Hermanos Grimm; cuentos de fantasía donde todo es posible; manzanas de oro, duendes, hadas milagrosas.
Me encanta verlo tan lector. Santi, en cambio, es una pila imposible de gastar; me agota y en ocasiones me irrito; no puedo con mis casi cuarenta años, seguirle el trote. Es un torbellino que ya mira las niñas y baila todo el día. Le encanta la vida y a nada le teme: Es todo él, el resumen de los positivo pero, aún siendo muy inteligente y tremendamente capaz, no es intelectual. Es el único que le escapa a los libros.

Día soberbio; fresco, lleno de luz, de sol, sin nubes ni tormenta a la vista.
Por primera vez alquilé una sombrilla. Lo bueno es que tenemos también cuatro sillas. La colchoneta inflable resultó una maravilla. Puse la silla tumbada y sobre el respaldo la coloqué y tuvo el sillón más cómodo.
Almorzamos ravioles con tucos en la playa; estudié griego y leí un cuento.
Mañana temprano nos vamos a Mar del Plata con mi madre y su amiga más los chicos y yo.
Ayer perdí mi campera. Se me resbaló de las manos, cuando caminábamos hacia el centro. Lo siento, porque la necesitaba. Sebi me preguntó porqué siempre les hago tantas recomendaciones, si finalmente soy yo la que pierde las cosas.
Me callé y me sonreí; tiene razón. Santiago, que jamás tiene frío, me prestó la suya, pero no me cierra. No me enojé, no me rebelé: no puedo culpar a nadie de mis descuidos.

Ayer fuimos a Mar del Plata. Tuvimos una visión histórica de la familia a través de los cuentos de mi madre. Fuimos a dar una vuelta por los campos y las costas; nos bañamos en la playa San Jacinto. A los 18 horas, hartos de dar vueltas, decidimos aproximarnos cerca del casco de la Estancia Cabo Corrientes. Tomamos un frugal té en el bosque Peralta Ramos y sus alrededores. No puedes imaginarte la sensación de frescura por el perfume de los pinos, luego de una día tan caluroso. El sol filtraba sus rayos por entre los troncos y nos sentamos en uno de ellos escuchando el canto de las aves que se preparaban para dormir. Santiago comía y se reía; es tan vital este muchachito que, a veces, parece un potrillo desbocado.
Agradecí a Dios el día que –pese a ser cansador- fue mechado de anécdotas familiar y lugares desconocidos. Agradecí a nuestros familiares la visión de edificar en páramos desolados y la fortuna que le dejaron a sus herederos, pero sobre todo agradecí lo profundamente  religiosos que fueron donando una capilla, un colegio, un convento, el hospital, diez mil metros para construir un barrio que lleva su nombre y hasta el cementerio. Fue reconfortante saberlos ricos y tan humano.

Luego emprendimos el regreso a Villa Gesell.

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